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Eduardo MENDOZA, sobre interpretación

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LA TRADUCCIÓN Y SUS DESCONTENTOS

He elegido el título de «La traducción y sus descontentos» por razones que me gustaría explicar y que son menos banales de lo que a primera vista puede parecer. Tengo, efectivamente, una larga experiencia en el mundo de la traducción por activo y por pasivo, no solamente por las traducciones que he hecho y por mi actividad como traductor y como intérprete en las Naciones Unidas, sino porque toda mi vida he estado interesado en la traducción. Aunque es obvio que otras actividades profesionales que también he llevado a cabo han tenido más repercusión pública, nunca he considerado que fuera en primer lugar autor de novelas y traductor de una manera subsidiaria, o provisional,. Es verdad que durante un tiempo me he ganado la vida como traductor, pero eso no significa que haya considerado jamás la traducción como un ganapán mientras no alcanzaba un determinado nivel de éxito en otras actividades. Por el contrario, cuando estas otras actividades me han permitido una mayor independencia económica, he seguido ejerciendo la traducción porque me interesa y porque me gusta mucho.

Casualmente se presenta hoy en Barcelona la última novela del escritor Javier Marías, que es, probablemente, uno de los grandes traductores literarios que hay en España, y con el que algunas veces he tenido ocasión de hablar de estos temas. Tanto él como yo hemos coincidido en que lo que más nos gusta es traducir y, subsidiariamente, escribir, puesto que la traducción nos brinda unas satisfacciones muy especiales. Es más, esta última novela de Javier Marías está presidida por la obsesión de la traducción, no tanto por lo que se refiere al oficio de traductor -al que dedicó una de sus novelas más conocidas, Corazón tan blanco- sino por la necesidad cada vez mayor de vivir inmersos en un mundo donde la traducción es una presencia constante. No me refiero solamente al hecho de que en las grandes aglomeraciones urbanas existan de una manera oficial o, de hecho, dos, tres y hasta cuatro idiomas en la calle. No me refiero al monolingüismo, bilingüismo o trilingüismo, sino al hecho de que todos vivimos perpetuamente en un mundo donde estamos traduciendo la información y los contactos que recibimos.

Creo, pues, que la traducción es algo más que un simple trabajo, unas técnicas aplicadas a la búsqueda de unos resultados, creo que la traducción es algo que envuelve nuestra vida cotidiana. Sin embargo, también es -y a esto quiero referirme- un trabajo, un trabajo para el que la mayoría de los presentes se están preparando. Y a esto es a lo que me quiero referir: al trabajo del traductor.

Mi experiencia ha hecho que encontrara a lo largo de los años entre los traductores una característica común, que era el descontento. Entre todas las profesiones, la de traductor es la que ofrece el porcentaje más alto de personas malhumoradas. Al principio pensé que eran gajes del oficio o alguna cosa parecida; luego investigué un poco más la causa de esta perpetua queja en la que vive el traductor profesional y descubrí que no faltan razones prácticas.

La traducción no es una actividad muy bien pagada; algunas facetas de alta interpretación lo son, pero, por lo general, es una profesión que ofrece pocas recompensas económicas como para que un traductor vaya por la calle riéndose a carcajadas. Además, las perspectivas de que el negocio prospere son muy escasas, puesto que se paga a destajo y, por lo tanto, la única forma de aumentar los ingresos es aumentando el trabajo, cosa que no tiene ninguna gracia. Esta característica, de todas formas, lo comparte con muchas otras profesiones del mundo, y no creo que sea el único motivo por el que reine en el colectivo de traductores una cierta sensación de malestar.

Otra razón es, por ejemplo, el anonimato del traductor. En cierto sentido, este anonimato tiene enormes ventajas, es sumamente agradable. Claro que esto no se sabe hasta que uno no pierde el anonimato, y entonces ya es demasiado tarde para dar marcha atrás. El hacer un trabajo sin que nadie le esté a uno mirando a la cara es muy bonito, pero es verdad que eso supone también una falta de reconocimiento, que, además, en nuestra sociedad se ve agravada por un lastre de desconsideración muy antiguo. Es muy raro que se mencione el trabajo del traductor incluso en los catálogos de las editoriales más serias y prestigiosas. Cito este ejemplo porque hace poco tuve un enfrentamiento con una editorial que había publicado un magnífico catálogo y en él había obviado los nombres de los traductores, cosa que me parecía una grave desatención hacia el traductor y también hacia el lector, que en muchos casos y por razones obvias quiere saber quién ha traducido una obra concreta.

Del mismo modo, muy rara vez la crítica se refiere al traductor o a la traducción y si lo hace es para poner objeciones y para señalar sus defectos, casi nunca para decir « es magnífica», salvo en los casos en que la traducción es prácticamente una recreación del original.

La traducción es un trabajo que se realiza en soledad, lo cual lo convierte en un trabajo árido. Es un trabajo muy intenso, que requiere una enorme dosis de concentración y, además, se suele realizar siempre con apremio. En mi experiencia de traducción literaria sólo ha habido un caso en el que he podido trabajar sin prisa. Fue la traducción de una selección de la correspondencia de lord Byron. Sabía que la retribución económica era insignificante en comparación con el trabajo que eso me iba a dar por una serie de razones técnicas, pero tampoco tenía ningún plazo de entrega, por lo cual decidí hacerla a ratos libres; de este modo, y durante dos plácidos años, cada tarde me preparaba un té y traducía una carta de lord Byron. Es la única experiencia que he tenido de una traducción por placer, y fue una vivencia estupenda; llegué a pensar que, a lo mejor, el paraíso consistía en llegar a un lugar donde había diccionarios, un ordenador que no se estropeaba nunca y la posibilidad de traducir durante toda la eternidad sin tener que «entregar» en un momento determinado.

Además de todas estas razones que acabo de enumerar y que me parecen ciertas, pero que forman parte de la profesión y son tan evidentes que el que no las sabe antes de elegir la profesión es que no está en sus cabales, hay otro descontento más profundo. Es un descontento que tiene que ver con la esencia misma de la traducción. Como he dicho al principio, yo no tengo conocimientos teóricos de la traducción. Pero tampoco soy un absoluto ignorante: he leído algunos libros, he asistido a varias conferencias, e incluso he conseguido escuchar alguna entera. Bromas aparte, no estoy en contra de la teoría de la traducción. Eso sería absurdo. Por lo demás, el que dice que está en contra de la teoría de la traducción ya está haciendo teoría de la traducción. Pero como, repito, no tengo estos conocimientos, soslayaré el tema y me limitaré a hablar de la traducción desde el punto de vista práctico.

En primer lugar y ante todo, una traducción sólo puede empeorar el texto original, porque si lo mejorase lo traicionaría. Hay algunos casos excepcionales en los que se mejora ligeramente el original, pero eso es la excepción que confirma la regla. La sensación que tiene el traductor es que su trabajo consiste simplemente en una suma de males menores y, en definitiva y visto en perspectiva, en un fracaso. No hay duda de que así tiene que ser.

Hace poco leía en francés la correspondencia de Flaubert. En 1850 Gustave Flaubert hace un largo viaje por Egipto, Oriente Medio y Tierra Santa, del que años más tarde saldrán sus experiencias literarias pseudoorientalistas. A lo largo de este viaje va escribiendo cartas donde cuenta las peripecias por las que atraviesan él y sus acompañantes. Muchas de estas cartas van dirigidas a su madre, que se ha quedado en Francia. No es una mujer muy mayor; disfruta de una situación económica desahogada y tiene dos hijos más, una hija y un hijo, sin embargo, Flaubert siempre ha vivido con ella y tiene mala conciencia por dos motivos. Por una parte piensa que está gastando mucho dinero en el viaje; por otra, tiene la sensación de haber abandonado a su madre. Entonces le escribe unas cartas llenas de ternura en las que se dirige a ella diciendo: «yo estoy aquí dándome la gran vida et toi, pauvre vieille…». Es una expresión afectuosa que repite continuamente. El que ha sido traductor, al llegar a este momento, como me pasó a mí, cierra el libro y piensa: «Ahora, ¿qué haría yo si tuviera que traducir esto? «Pobre vieja»… Bueno, al final de la charla les daré la solución que se ma ha ocurrido mientras la preparaba.

La principal dificultad con que se encuentra un traductor -como me dijo cuando empecé a trabajar como traductor a tiempo completo en las Naciones Unidas, uno de mis maestros, hombre de cierta edad, con larga experiencia en el terreno y, por añadidura, hombre sabio-, el problema más grave de la traducción es que hay que traducir textos que están en otro idioma. No hay nada más que decir. Una vez que se entiende esto, se ha entendido el trabajo del traductor. El problema es que la mayoría de nosotros nos enfrentamos al trabajo de la traducción sin darnos cuenta de que lo que estamos haciendo es precisamente eso. Es muy frecuente entre los traductores -que tenemos tendencia a rechazar la sensación de fracaso por haber hecho una traducción que necesariamente se va a quedar a cierta distancia de la meta, que es el texto auténtico, nos lleva a pensar que la traducción es un trabajo muy bonito al que alguien se empeña en ponerle inconvenientes y trabas como en el caso de Flaubert. Todos los traductores, en el fondo, tenemos una convicción que se podría expresar en estos términos: «Yo sería un gran traductor si no fuera por estas malditas dificultades que me ponen en los textos». Es como si un médico dijera: «Yo soy un médico muy bueno, pero es que la gente se empeña en venir enferma y así no hay quien ejerza la profesión dignamente». Es muy importante saber que las dificultades no son externas al trabajo, sino que son el trabajo. A esta obviedad, como ocurre siempre con las obviedades, se llega después de un larguísimo recorrido por convicciones metafísicas.

Hay dos tipos de traducción. En mi experiencia, yo diría que tres, pero sólo dos son fundamentales-. Este tercer tipo, que en cierto modo descarto porque no pertenece propiamente al campo de la traducción -aunque lo sea- es la traducción de textos que presentan problemas ajenos a la traducción por dificultades materiales: textos en lenguas desaparecidas, que pertenecen más al mundo de la arqueología que al mundo de la traducción; textos en los que la traducción interviene de un modo subordinado o auxiliar con respecto al trabajo del arqueólogo y cuyo objetivo es el desciframiento. Recuerdo haber llevado esta idea hasta extremos radicales en el curso de una discusión, hace ya muchos años, con un traductor muy recordado y querido, hoy ya desaparecido, Ángel Crespo, en la cual yo le decía que la traducción de los clásicos, por ejemplo, no era propiamente una traducción, puesto que lo que había que hacer era descifrar en términos no estrictamente de traducción el contenido de los textos y que la diferencia entre lo que llamamos un texto clásico y uno moderno consistía en que el texto moderno no requería esta labor de desciframiento, de descodificación, o, dicho de otro modo, que no necesitaba notas a pie de página. El caso más claro y complejo es el de la Biblia: continuamente se están haciendo nuevas traducciones en las que intervienen conocimientos ajenos a la estricta traducción. No es difícil traducir «es más difícil que un rico entre en el cielo que un camello pase por el ojo de una aguja». Sin embargo, esto no es una traducción ni es nada, porque lo importante es la nota de pie de página. ¿Qué quiere decir «un camello por el ojo de una aguja»? No hace falta añadir que Ángel Crespo, que había realizado una extraordinaria traducción de la Divina Comedia no estaba de acuerdo conmigo. Nunca he encontrado a dos traductores que estén de acuerdo sobre lo que es o ha de ser la traducción.

Pero volviendo al tema y dejando de lado estos casos de traducción muy especializada, el traductor normal, se encuentra con dos tipos de texto: el puramente práctico, el texto que ha de traducir con fines prácticos, y el texto literario. El texto con fines prácticos no es en absoluto inferior en importancia al texto literario; incluso en la vida práctica tiene una importancia mucho mayor: un fallo en la traducción de un escrito sobre medicamentos o sobre medicina es mucho más grave que un error en la traducción de un soneto de Shakespeare. Yo he tenido que hacer traducciones cuya trascendencia era grande, por ejemplo, en un hospital donde había enfermos inmigrantes y necesitaban un traductor que hiciera de vehículo entre el paciente y el médico. Un caso mucho más importante que la traducción de una novela. Este tipo de traducciones parece plantear menos problemas de forma, aunque también los plantea, y muy serios, porque en ellas lo importante es la claridad, y la claridad no es una prioridad en la mente de la mayoría de los traductores. Por el contrario, la mayoría de los traductores seguimos, por instinto, la ley del máximo esfuerzo, entre otras razones para que se note el esfuerzo y, en otros momentos, por algo muy simple y muy humano que es el deseo de apartarnos al máximo del texto original para evitar las contaminaciones y lo que se llaman falsos amigos. Cuanto menos se parezca la traducción al original, más a salvo estaremos de caer en trampas, lo cual hace que a veces la traducción se convierta en un verdadero acertijo y en un laberinto sin salida, como se puede comprobar leyendo cualquier manual de instrucciones de un electrodoméstico o de cómo se programa un vídeo. El temor a las repeticiones, la necesidad de buscar sinónimos, etc, etc.

Otra cosa son los textos literarios; son más agradecidos, pero también presentan tremendas dificultades. Yo he hecho varias traducciones literarias y tengo la satisfacción de poder decir que algunas me han salido muy bien y otras me han salido muy mal, y digo que esto me satisface porque me permite creer que tengo los criterios bastante claros. He cometido verdaderos desaguisados, no porque me equivocara en la traducción de determinadas expresiones o términos -eso nos pasa a todos y no es grave-, sino porque me he equivocado a la hora de enfocar y plantear una traducción. En este terreno, la traducción requiere algo previo a la mera traducción de un texto, que es la interpretación o la lectura particular que cada traductor hace del texto. Esto es inevitable, no existe una traducción que no lleve consigo una reelaboración del texto, por la sencilla razón de que una obra literaria no es una mera acumulación de palabras con fines informativos como puede ser el manual de instrucciones, sino algo que tiene voluntad de estilo.

La palabra «estilo» provoca siempre una cierta reacción adversa, al igual que la palabra «diseño». Ha habido, efectivamente, un abuso -el abuso del estilo es anterior, el abuso del diseño es más moderno-, porque se han comercializado estos conceptos o porque han entrado en una especie de retórica oficial, y esto nos lleva a creer que son artificios que deforman «lo natural». Pero se trata de un error por nuestra parte: no hay tal cosa como «lo natural». Una silla de diseño es un truismo, porque toda silla es de diseño; puede estar bien diseñada o mal diseñada, pero no hay una silla «natural», no hay una silla platónica que existe antes de que alguien se pusiera a hacer una silla, de la misma manera que no existe un escrito que no tenga un estilo. Muchos aparentan no tenerlo, pero lo tienen -un estilo aberrante, pero un estilo. Hay quien cree -y no sólo lo cree, sino que lo dice, incluso con cierto orgullo-, que no cae en la tentación del estilo y que escribe como habla. Tal vez sea así, pero también eso es un estilo, y no necesariamente el mejor ni el más claro. Por lo tanto, a la hora de traducir hay que optar por un estilo. Y un estilo que no puede ser una imitación del original, porque eso normalmente es un pastiche, sino una auténtica re-creación del estilo original.

Sin embargo, como me decía mi maestro, el problema es que el texto original siempre está escrito en otro idioma, y esto lo complica todo de mala manera. Entonces, ¿qué hay que hacer? En una mesa redonda de traductores que habíamos traducido al novelista inglés E. M. Forster, un traductor dijo que, enfrentado al estilo de Forster, había decidido utilizar para traducirlo al castellano el estilo de don Benito Pérez Galdós. En aquel yo no llevaba armas encima y no le pude abatir, pero lo habría hecho con gusto. Pero la pregunta sigue en pie: ¿qué hay que hacer? ¿Escribir como habría escrito Forster si hubiera nacido en Cáceres en vez de en Inglaterra? ¿Conservar aquellas expresiones que son no ya típicamente inglesas sino características del inglés eduardiano en el que escribía Forster y que si desaparecieran o se cambiaran se traicionaría el espíritu de la novela? Un ejemplo: «¿quieres una taza de té, querida?». Nadie en España dice «querida» a una visita a la que está ofreciendo té; ni siquiera se le ofrece té. Podría decirse, «¿quieres un chupito, tía?», pero eso no es lo que Forster escribió. Ahora bien, Forster ¿escribió «quieres té, querida»? No. Forster escribió Would you like a cup of tea, darling?, que suena de una manera completamente diferente. ¿Se puede traducir? Sí, todo se puede traducir. Un término que no se puede traducir ya no es un término lingüístico. Cualquier palabra tiene que poder ser traducida puesto que remite a un concepto abstracto. El que lee un libro, de hecho, está viendo unas palabras que le remiten a un concepto que él puede descodificar y entender, y puede imaginarse perfectamente a una señora que recibe a otra señora en su casa y le ofrece un té simplemente porque unas manchas y unos signos en negro sobre un papel blanco así se lo sugieren. Y si el lector lo puede reconstruir, también se puede traducir. Bien o mal, pero se puede traducir. Todo se puede traducir.

El problema está en entender exactamente lo que se está leyendo. En la primera página de una novela mía -cuyo título no daré, porque no tiene mayor interés-, refiriéndome a los años difíciles de la posguerra en España, decía poco más o menos: «Aquel invierno fue muy frío, había restricciones de electricidad, la gente se quedaba metida en sus casas y se calentaba en la mesa camilla con un brasero de orujo». Quizá la mayoría de los presentes no sepa ni lo que es una mesa camilla ni un brasero, aunque prefiero pensar que sí, que hay una cierta cultura general que va más allá de Tele Cinco. En fin, que la novela en cuestión ha sido traducida a varios idiomas -todavía no sé por qué, pero ha sido traducida a varios idiomas-, y esta frase apareció en dos o tres ocasiones de la forma siguiente: «Como hacía mucho frío, en la mesilla de noche, quemaban alcohol de baja calidad». Naturalmente, como buen aficionado a la traducción, me pregunté: ¿Cómo hemos venido a parar aquí y por qué? Veamos.

En la mayoría de los países europeos no se conoce la mesa camilla, o no es una institución, como lo fue en España. La mesa camilla viene de una costumbre andaluza consistente en poner faldas a las mesas. De esta manera, mesas de calidad inferior -hablo de una época pasada- se ennoblecían con una simple tela encima. Ahora bien, como en invierno en Andalucía hace más frío que en Siberia, se les ocurrió poner debajo de las faldas de la mesa un hornillo para calentarse las extremidades inferiores, cosa que produce flebitis y otras enfermedades. Como no conocían esta historia, los traductores cayeron en una trampa fácil de ver: la expresión «mesa camilla» es simétrica a «mesilla de noche». Camilla y mesilla comparten un mismo diminutivo poco frecuente, -illo/-illa. En estas condiciones, la tentación de unir mesilla y camilla es fácil: de mesa, mesilla; de cama, camilla. La mesilla de noche se impuso sin esfuerzo, porque era lógico que por la noche hubiera algún artilugio en la mesilla de noche para protegerse del frío, puesto que de la noche hace más frío que de día.

En cuanto al orujo, todos los diccionarios que consulté ofrecen una sola definición. El orujo es una bebida típica de Galicia que se hace aprovechando los restos de la uva una vez que se ha prensada. Estos restos de uva prensada: los rabitos, la piel, las pepitas…, se destilan y se obtiene así un aguardiente en principio de baja calidad. Ahora han mejorado mucho los métodos elaboración y el orujo es una bebida refinada, pero originalmente era, como digo, una bebida ruda. El carbón de orujo, que se utilizaba en los años difíciles de la posguerra para el brasero de la mesa camilla, estaba hecho con restos de carbón ya quemado; por eso era altamente tóxico, y por eso se produjeron muchas defunciones por inhalación de los gases procedentes de la combustión del carbón de orujo. Una vez que se había quemado el carbón o la leña, los restos se prensaban hasta convertirlos en una especie de pastillas que se podían volver a utilizar porque todavía conservaban propiedades calóricas. A estas pastillas, por analogía con la bebida gallega, se las llamaba “carbón de orujo” o, simplemente, “orujo”. Los traductores que habían caído en la trampa de la mesa camilla volvieron a caer en la trampa del orujo. Pensaron: «Qué raro que se calentaran teniendo en la mesilla de noche una bebida gallega; a lo mejor es que, de vez en cuando, le daban un “lingotazo”», lo cual, efectivamente, es una manera de quitarse el frío de encima, pero pensaron: «No, no debe de ser eso, porque no puede ser que todo un país esté dándole al orujo, los viejos, los niños, todos…». Entonces, dedujeron lógicamente que debía tratarse de un alcohol de baja calidad, el alcohol extraído de los residuos de la uva. Pensaron: «debía de haber algo parecido a un fogoncillo, una lamparilla alimentada con este alcohol de mala calidad, y en la mesita de noche… ya se imagina uno …… Todo era un error, y no un error de forma, de estilo, sino de fondo. Los buenos traductores sólo cometemos errores de fondo. Y la imaginación es uno de los más sediciosos enemigos del traductor

En este error no cayó -y fue el que me permitió descubrirlo-el traductor al alemán, que, además de poseer un conocimiento excelente del castellano y del catalán, es un gran amigo mío, por lo que cuando traduce una novela me consulta casi a diario por carta, por fax, por e-mail o por teléfono. «¿Qué quiere decir esto?, o, más bien: ¿qué quisiste decir tú con esto?…» En una ocasión, hablando con él de este tema, me dijo: «yo ya he entendido lo que quiere decir, pero por principio desconfío de mi perspicacia y me quiero asegurar». De él he descubierto cosas que ponen los pelos de punta al traductor profesional, porque en la experiencia ajena se ve la facilidad con que cada uno, con la mejor voluntad, puede incurrir en los errores más tremendos. Por ejemplo, ¿qué quiere decir «a segunda hora»? «Nos veremos a segunda hora de la tarde». Para un traductor europeo, esta segunda hora eran las cuatro o cuatro y media, porque en Europa, a las cinco, se ha acabado la tarde, la gente se retira y empieza la noche o esta hora intermedia que en castellano no tiene una traducción fácil. Un traductor me preguntó: «¿La segunda hora de la tarde son las cuatro o cuatro y media?». Le dije: «No, más bien las ocho». Dijo él: «¡Pero esta es la hora de irse a dormir!» Y yo le respondí: «Sí, pero cuando yo lo escribí la expresión “segunda hora de la tarde”, me refería a la hora en que uno ya ha terminado el trabajo y sale a tomarse una cervecita con los amigos». Dijo: «Qué cosa más rara, pero en fin…»

Como este ejemplo hay muchos. Les contaré otro, también relacionado con el horario, aunque en un sentido distinto: En el consultorio de un médico, las «horas de visita». El traductor pensó: «En rigor, las horas “de visita” quiere decir cuando el médico no está, cuando se ha ido. Visitar supone ir a casa de otro. Si un médico “visita” de cuatro a ocho, es que a estas horas se va a casa de unos amigos. Lo contrario serán las «horas de consulta» en las que, efectivamente, está.». Por supuesto, ningún traductor incurrió en el error de pensar que un médico anunciaría sus horas de ocio en lugar de anunciar las de atención al paciente, pero la cuestión apareció y yo expliqué que como antiguamente los médicos visitaban a los enfermos en sus casas, había quedado en el lenguaje cotidiano la hora de visita como hora de consulta, aunque ahora era el enfermo el que realmente visitaba. «Me ha visitado el médico» -en el hospital, o en su consultorio- quiere decir pura y simplemente «me ha hecho un reconocimiento». ¿Cómo saber estas cosas?

Desde luego, hay otras más difíciles, como son las que requieren una extrapolación cultural. En un mal día escribí una novela -ni siquiera era una novela,- que publiqué en un periódico durante el verano. Se llamaba Sin noticias de Gurb, y como en el relato aparecía un extraterrestre que adoptaba formas humanas, de personas conocidas de aquel momento, personajes de actualidad, se me ocurrió que se transformara en Marta Sánchez, de moda en aquella época y de la que acababa de ver una foto. Cuando la novela fue traducida, este problema se me planteó continuamente. Recibí varias consultas de traductores que me decían: «En Francia, en Alemania, en Dinamarca, nadie sabe quién es Marta Sánchez, o sólo una minoría, de modo que hemos pensado buscarle un equivalente». Les pregunté: «¿Y cuál es el equivalente de Marta Sánchez en Dinamarca?» Contestaron: «Madonna». Y yo les dije: «No, no; eso no puede ser, no puede ser, porque Madonna no hará gracia a los daneses, como a nosotros nos puede hacer Marta Sánchez».

En fin, los casos son infinitos. Lo importante, sin embargo, no son estos detalles. Yo creo que es inevitable que en una traducción con un mínimo de dificultad, sobre todo de un texto con voluntad de ser original, de tener una cierta idiosincrasia, algunas bromas, algunos significados desplazados para provocar sorpresa en el lector, en este tipo de traducciones, hay que aceptar pérdida inevitable como de un 10%, por fijar una cifra de consenso. Hay que procurar que no pase de este 10, pero al 10 hay que resignarse.

¿Por qué entonces -volviendo al principio de la intervención y ya cerrando esta tabarra-, el descontento profundo de la traducción? ¿Por qué los traductores, que hemos elegido este trabajo, que no nos lo han impuesto, que lo hacemos con cariño, que tenemos la pasión por las palabras -porque esto es lo que, en definitiva, nos conduce a la traducción-, una verdadera ansia, un hambre continua de palabras, de significados, de expresiones, de dificultades y problemas como los que he citado, experimentemos un último sentimiento de descontento ante la traducción? Yo he llegado a la conclusión -no sé si falsa- seguramente simplista y provisional, puesto que debería matizarse -ya lo haré, y a lo mejor dentro de diez años vuelvo con mis nuevas conclusiones- de que la traducción, a pesar de su pertenencia académica al mundo de las humanidades, no es una rama de las humanidades. ¿En qué se diferencia? Insisto en que son conclusiones provisionales y que incurriré en simplificaciones.

Toda actividad relacionada con las humanidades es una actividad de tipo creativo destinada a un público, a un receptor indefinido e infinito. El que escribe un poema, pinta un cuadro, establece un sistema filosófico, lo hace como una proyección al universo intemporal. Esa ha de ser su ambición y este ha de ser su objetivo. Otra cosa es que esto sólo lo consigan contadísimas excepciones en la historia, pero el propósito ha de ser éste. El propósito de la traducción es otro; el propósito de la traducción es un trabajo puramente técnico que se establece a dúo entre el autor de un texto y su traductor y el traductor y el receptor de este texto, que no es ni universal ni intemporal. Es concreto aunque el destinatario sea un desconocido, aunque se haga una traducción para ser vendida en las librerías. No se sabe quién lo va a comprar, no se sabe cuánto tiempo se va a leer, pero el propósito, la ambición ha de ser sólo la que he dicho: un paco binario. Con eso, ¿estoy rebajando el nivel de la traducción? Yo creo que no. No creo, además, que existan categorías dentro del mundo de las actividades del espíritu -qué más da- y, además, en el supuesto de que llegáramos a la conclusión de que la traducción es una actividad de rango inferior a la de escribir poesía, nada impide que un traductor luego, en sus ratos libres, escriba poesía. No, con eso no estoy rebajando el nivel de la traducción; pero, además, creo que no es una categoría inferior, sino otra cosa. Y es otra cosa porque lo que establece es siempre un pacto, una relación de uno a uno, no de uno a todos. Por eso un texto original no caduca, y las traducciones sí.

Cualquier texto clásico ha de ser retraducido por cada generación. Cada veinte años hay que traducir necesariamente a los clásicos. Se puede leer ahora una traducción de los clásicos de hace veinte, treinta o cuarenta años, pero tiene un interés historicista; no estamos leyendo una traducción, estamos leyendo historia de la traducción. Así, las traducciones de los clásicos de la Bernat Metge ya no son traducciones, sino historia de la traducción, porque los textos lo que en su momento fueron: una traducción. Hoy habría que traducir la traducción. La traducción siempre es presente; en el momento en que empiezan a correrle los años, la traducción se desvanece y acaba perdiendo su interés, salvo que adquiera un nuevo interés por otras razones, porque fue una traducción que hizo alguien célebre o porque es interesante para estudiar la evolución de la lengua en una época determinada, pero ya no es una traducción, es una reliquia. La traducción es algo muy concreto, muy específico y se hace siempre mano a mano, entre dos interlocutores, que son el texto o, si se quiere, el autor del texto y el traductor. Es un trabajo de enfrentamiento: saber qué ha querido decir el autor del texto y por qué. No es un trabajo de imaginación, no es un trabajo de creación, es un trabajo de deducción. Es el trabajo del detective, no es el trabajo del asesino, que es el que protagoniza realmente la novela de misterio, aunque el suceso esté contado desde el otro punto de vista. La traducción la contamos desde el punto de vista del traductor, pero no es así, el traductor es el que investiga los crímenes que ha cometido el autor. Y en un momento posterior es también una relación mano a mano entre el traductor y el receptor, el lector o el oyente en el caso de la interpretación, a la que no me he referido, pero a la que se aplican igualmente todas las ideas que he expuesto. Es un nuevo pacto mano a mano, aunque sea con un desconocido: Te voy a contar lo que otra persona ha escrito en un idioma que tú no conoces, pero te lo voy a contar sólo a ti. Es un pacto que se renueva cada vez que un nuevo receptor se enfrenta a un texto traducido; en ese mismo momento se establece una relación bipersonal. Y esto es lo que produce -si el traductor aspira a ocupar un puesto en el mundo de la creación artística el descontento al que se refiere el título de mi charla, un descontento que no debería ser tal, porque de lo que se trata no es tanto de una obra de creación como de una obra de amor, en la cual el que sea una relación individual está plenamente justificado. Hay que tener muchísimo cariño al texto y a las palabras, cosa que a menudo es difícil de conseguir, por lo que he empezado diciendo: por la prisa, por el apremio, por la necesidad, por el no poderlo hacer cuando uno realmente querría hacerlo, dedicarle todo el tiempo que requiere a lo mejor una dificultad. ¡Cinco días para resolverla! Esto sería magnífico, y esta relación posiblemente haría que los traductores viéramos qué obra tan agradable y hermosa y gratificante estamos llevando a cabo. Como no siempre puede ser así, a veces padecemos, o padecemos siempre en algún rincón oscuro de nuestro subconsciente esta sensación de que el trabajo que estamos haciendo no es exactamente lo que debería ser. Sí lo es, es nuestra percepción, ayudada por las circunstancias adversas, lo que nos induce a error.

Si entendiéramos que la traducción no es otra cosa que esta relación mano a mano, no sería tan difícil resolver el problema de Flaubert y su madre, el “pauvre vieille” a que me he referido antes. He dicho que propondría una posible solución y ahora mismo lo haré, para no incurrir en una de las cosas más irritantes con las que tropieza un traductor a lo largo de su carrera: pedir ayuda y recibir teoría. Cuando uno pregunta: «Oye, ¿cómo traducirías esto, que no encuentro una solución?» y le responden: «La traducción consiste en trasladar de una cultura a otra cultura…». Bueno, yo no haré eso.

La solución a la pauvre vieille de Flaubert pasa por establecer una relación entre Flaubert y el traductor y el traductor y el lector. ¿Qué quería decir Flaubert? Es evidente. ¿Se utilizaba en Francia en aquella época esta expresión para referirse a la madre como en algunos países de habla española se dice «mis viejos» u «hola, vieja», «hola, viejo», sin que constituya una falta de respeto? ¿Era una expresión propia de la época, era una expresión regional, de la zona a la que pertenecían Flaubert y su madre? ¿Era una expresión que había acuñado el propio Flaubert y que utilizaba con su madre de una manera cariñosa como algunos hijos a veces ponen motes a sus padres o los padres a los hijos, y como tal aparece en una carta que no fue escrita para que al cabo de doscientos años unos traductores se pusieran a pensar cómo la iban a trasladar al finlandés? No lo sé, quizá se pueda averiguar, quizá no se pueda averiguar; en cualquier caso, tampoco se lo podemos preguntar a Flaubert como me preguntaban a mí lo del orujo y la mesilla de noche. ¿Qué hay que hacer entonces? Es muy fácil. Si la relación es entre Flaubert y el traductor y entre el traductor y el lector, la traducción es cualquiera, porque el traductor entiende muy bien lo que quería decir Flaubert. Entiende que no la insultaba a distancia llamándole «cascajo», o algo parecido. Entiende que era un término afectuoso y como tal lo va a escribir, y como tal lo va a leer el lector. ¿Qué pondría yo? Después de darle varias vueltas, «pobrecita». Por supuesto que traicionaría al original, pero no hay que caer en la manida coquetería del traductor-traditore. No hay tal traición; ahora bien; y si alguien prefiere el término «mamita»… o cualquier otro de la misma familia, es igual. Hay que suponer en el lector un grado de inteligencia por lo menos igual al del traductor, no inferior; quizá, no el mismo grado de información, pero sí el mismo grado de inteligencia, y es obvio que en una carta, salvo que alguien ponga un verdadero disparate porque haga una no-traducción, una extraña aportación al mundo de las «perlas» de la traducción, será perfectamente entendida, porque el traductor, insisto, no está creando nada. Está, simplemente, transmitiendo unos datos que van a permitir entenderlo al lector que no conoce el francés, pero que no quiere poner a prueba al traductor, sino sólo conocer la obra de Flaubert, y que sabe perfectamente que se lo están trasladando de la manera más honrada posible y con las dificultades propias del caso. No es un llamamiento a poner lo que a uno se le pase por la cabeza, al contrario. Yo creo que tiene que ser el fruto de una larga reflexión, pero esta reflexión ha de pasar necesariamente y ha de partir del convencimiento de que la traducción es eso, un pacto, una complicidad a dos bandas; el autor del texto, el traductor y el futuro o inmediato lector del texto.

Si entendemos que el principal problema de traducir un texto es que está escrito en otro idioma, cosa que no siempre tenemos presente cuando traducimos, y si tenemos en cuenta que la traducción es eso, no mejoraremos la paga, ni los plazos, ni los apremios, pero seguramente podremos prescindir de algunos de los descontentos. Esto se lo digo porque se van a encontrar con muchos a lo largo de su carrera, que les deseo fructífera y rica en experiencias. Porque a los que verdaderamente amamos las palabras no se nos puede dar mejor regalo que una traducción difícil. Muchas gracias.
Eduardo Mendoza.

© Universitat Pompeu Fabra, Barcelona


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